jueves, 24 de marzo de 2022

Palabrejas

Desde que tengo memoria, que es mucho decir, tengo recuerdos de ver finiquitar intercambios de pareceres o emisión de opiniones mediante las palabras mágicas “fascista”, “ultraderecha”, “facha”, o “extrema derecha”, que brotaban cuales resortes puntiagudos en cuanto alguien decía determinadas cosas o replicaba a ciertas otras argumentadamente. Como la llamada transición me pilló apenas empezada la EGB aún tuve el privilegio de conocer efímeramente tiempos de respeto (y de cierto temor residual) en los que personas educadas y civilizadas exponían sus opiniones en debates televisivos o en cualquier otro ambiente. Pero eso no duró mucho. Apenas empezados los años ochenta con la tranquilidad de que si el dictador no se había movido del Valle era poco probable que lo hiciera ya, las palabras mágicas irrumpieron en la sociedad para ir placando conversaciones e informaciones de forma agria y limitar el flujo de ideas. El fenómeno empezó a acelerarse llamativamente, de tal modo que siendo adolescente en los años ochenta y sintiéndome totalmente apolítica (ni mis padres ni mis profesores hablaban jamás de política y por eso no tenía ningún tipo de influencia) me producía perplejidad ver a otros adolescentes contestatarios escupir esa palabra cada dos por tres, con una ira que me resultaba incomprensible dado que no se trataba de personas que pasasen ningún tipo de penuria ni hubiesen vivido en dictadura, por generación. Para mí que alguien llamase a alguien facha era tan anacrónico e improcedente como si lo hubiese llamado carlista, o napoleónico, o almogávar. Historia. Arqueología. Un anacronismo. Como única explicación racional supuse que lo mamaban en casa, o que se empapaban de ese lenguaje y esas fobias caducas en algún tipo de asociación juvenil de esas que pegaban carteles de estética roja y negra con puños (siempre puños), rostros desencajados y cosas del estilo. Algo así como una tribu urbana de tantas, una moda cualquiera. Aunque comprendí muy pronto que el uso y el tono de las palabrejas era una estrategia psicológica y no algo sustancial, no ha sido hasta tiempos más recientes cuando he sabido que la receta de llamar fascista a todo lo que se menee fuera del comunismo viene del mismo Stalin: “El fascismo es la organización de lucha de la burguesía que cuenta con el apoyo activo de la socialdemocracia. La socialdemocracia es objetivamente el ala moderada del fascismo”, dijo en un congreso del partido. No sólo prácticamente todo, incluida la socialdemocracia, quedaba categorizado como “fascismo”, sino que en ese y otros congresos se conminaba a los miembros y simpatizantes a espetar agresivamente esa palabra, así como nazi, para ofender, confundir y estigmatizar al disidente, replicante o mero opinante, y descabalgarlo de cualquier opción de opinar y mucho menos actuar. Desde entonces andan con el piloto automático puesto y en los últimos años ese zafio uso político-social no ha hecho sino intensificarse. E incluso ampliarse. Es una pena, pero así de simple es y son lo que utilizan palabrejas. España, año 2022. Por eso, déjame que te cuente.

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